El cadáver de Francis Bacon a la espera de ser incinerado, 1993 - JUAN MASSANA
Sé que cada una de las horas,
haga lo que haga y pase lo que pase,
no son otra cosa que sesenta minutos
de inexorable muerte en el reloj.
Sé que los espejos que alumbran la memoria
se rompieron la noche, de abril del noventa y dos,
cuando Bacon murió en una clínica de Madrid.
También sé que, por oscura que sea la noche,
el sol volverá a derretir las escarchas de luz
sobre el horizonte del próximo amanecer.
Solo sé que ya no me quedan palabras
con las que continuar construyendo versos
que estas que ensarto con estambres de silencio.