Sobre la pared golpean las horas de un reloj metálico
que marca las cuatro de la madrugada.
Estoy solo ante esta larga mesa
sobre la que yacen un sinfín de palabras escritas
en el blanco impoluto de mi pantalla.
Son ya las cuatro y media y continúo impávido,
tecleando fútiles letras, porque esta agria noche
las gráciles musas me han abandonado
en el sonido melancólico de una trompeta
que resuena doliente en mi corazón.