David con la cabeza de Goliat, 1610 - Caravaggio
Huyó la luna en la última noche de invierno
y nos dejó enterrados
en la luz de nuestras propias sombras,
como dos luciérnagas que a ciegas se despedazan
sobre los pétalos de la única flor que queda en el edén.
El silencio vuelve a hacerse pasto entre los labios
y un fuego, incomprensiblemente helado,
nos recorre cada poro de la piel,
dejando simientes de nuevas palabras
que jamás terminarán de germinar entre la maleza
de un lenguaje insolente e inmaduro.
Somos cuerpos rotos a la deriva
en un lento río de hojas muertas
que, sorteando el trino de los pájaros,
discurre hacia la sima de un equinoccio,
donde solo habitan la soledad y el olvido
aunque creamos que somos eterna primavera.