El frío abandona el jardín de las camelias,
germinadas en la punta del alfiler de tu solapa.
El mediodía se vuelve crepúsculo de algas y cenizas
y el jardín florido se torna erial con sombras de olivos.
Alcanza el crepúsculo el último dique seco,
sin faro de guía en esta arboleda de viento y sal
que el fuego del estío quiebra la quietud del aire.
En un instante, el crisol de las ramas vomita savia de sangre
e incendia las raíces de la rosa de los vientos.
Mi vista es patria de agrias palabras
forjadas entre las viejas arcillas de la noche.
El silencio vuelve a franquear los restos del vergel
y debajo del olivo, entre cadáveres de magnolias y azucenas,
se asoma una frágil y delicada violeta sangrante,
herida de muerte por el dolor de los siglos.