
en los acantilados de la soledad.
Cómo huir de mi propia sombra,
sin detenerme a encontrarme
en el espejo de la noche.
Cómo salir de mí,
sin abandonarme, sin olvidarme
de ser tan solo silencio.
Cómo encender esta luz
que me diluye con sigilo,
sin definirme entre las tinieblas.
Cómo regresar desde mi otro yo
sin abrasarme, a corazón abierto,
siendo simplemente yo.
Cada palabra hiere como una amenaza,
casi como el desprecio anclado
en el tiempo que dejó de existir,
como un sueño de colores
pintado en blanco y negro
sobre los labios del amanecer.
Cada silencio abrasa la sangre,
como el beso que agoniza,
casi como una caricia arrullada
en el gesto que no termina de crecer.
El silencio es una herida amarga,
como la crónica de una larga muerte.
La mañana era gris,
demasiado fría para un doce de febrero,
mientras escuchaba a la Callas
en la Casta Diva de Bellini.
Miré a la derecha en el cruce
y allí estabas tú sentada tras los cristales.
A veces, las rotondas
nos deparan encuentros fortuitos
y por un instante borran la monotonía
que nos deparará el día,
una vez que nos entregamos
a la cotidiana vorágine del trabajo.
La mañana era gris y demasiado fría,
pero en aquella esquina, a las siete y cincuenta,
la trinidad se hizo una,
y aunque hubiera sido un espejismo
la rotonda habría sido perfecta
con la Norma de Bellini.